LA
CARRETILLA ALFONSINA
Gabriel Zaid
Entre
los cuentos y leyendas del folclor industrial,
hay la historia del que llevaba materiales
en una carretilla, sospechosamente. Una
y otra vez, los inspectores revisaban
la documentación, y todo estaba
en regla; revisaban los materiales, para
ver si no escondían otra cosa,
y era inútil. El hombre se alejaba
sonriendo, como triunfante de una travesura,
y los inspectores se quedaban perplejos,
derrotados en un juego que no entendían.
Tardaron mucho en descubrir que se robaba
las carretillas.
Los inspectores de Alfonso Reyes parecen
más afortunados, pero no lo son.
Una y otra vez han descubierto que sus
conocimientos del griego eran limitados,
que sus credenciales académicas
(una simple licenciatura en derecho) eran
del todo insuficientes para los temas
que trataba. Que, en muchos casos, manejaba
fuentes de segunda mano. Peor aún:
que, en tal o cual caso, no hizo más
que poner en sus propias palabras materiales
ajenos. Para decirlo soezmente: que sus
ensayos eran divulgación. ¿Cuál
es el campo de su autoridad? Escribe bien,
pero de todo. No puede ser. Entra y sale
por los dominios universitarios, sin respetar
jurisdicciones. Saquea la biblioteca,
como si toda fuera suya. Lleva la carretilla
con gracia, pero no lleva nada.
Aquí, como en su poesía,
hay un problema de expectativas del lector.
Si todo poema debe ser intenso y fascinante,
los de Reyes decepcionan. Si la prosa
no es más que el vehículo
expositor de resultados de una investigación
académica, sus ensayos aportan
poco. Pero el lector que así los
vea se lo merece, por no haber visto la
mejor prosa del mundo: un resultado sorprendente
que este genial investigador disimuló
en la transparencia; un vehículo
inesperado que les robó a los dioses,
y que vale infinitamente más que
los datos acarreados. Datos, por lo general,
obsoletos al día siguiente: sin
embargo, perennes en la sonrisa de un
paseo de lujo.
La investigación artística
de la lengua es investigación.
De ahí pueden resultar descubrimientos
importantes para quienes los sepan apreciar,
y hasta para el vulgo. Pero se trata de
investigaciones, descubrimientos y divulgaciones
invisibles para los inspectores. Un poeta
descubrió hace milenios que se
pueden intercambiar las palabras usadas
para el agua que corre y las lágrimas.
¿Qué hubo de nuevo en el
experimento? Que nunca se había
construido una frase como “ríos
de lágrimas”; que sí
se podía construir, y que decía
algo nunca dicho sobre el dolor: que puede
sentirse como algo caudaloso. Hay dolores
que queman, como ácidos; dolores
que pesan como piedras; dolores que sacuden,
que asfixian, que envenenan. Pero también
hay dolores que brotan caudalosamente
y corren como un río. En lo cual
hubo un triple descubrimiento: lingüístico
(la construcción es válida,
aunque nunca se había intentado),
literario (una nueva metáfora,
bonita y expresiva), psicológico
(la taxonomía del dolor se enriquece
con otra categoría).
La divulgación, naturalmente, no
consistió en explicar a los legos
el descubrimiento. Consistió simplemente
en aprovecharlo, hasta que se volvió
una frase vulgar, o en construir variantes
a partir de ese hallazgo; algunas tan
alejadas del original que resultaron descubrimientos
adicionales. Por ejemplo: el del poeta
que se remontó al origen de las
lágrimas, le dio vuelta a la metáfora
y dijo que los manantiales eran ojos.
Esta nueva metáfora se divulgó
tanto que fue lexicalizada: llamar ojo
de agua a un manantial ya no se considera
una creación poética de
su autor, sino el nombre de algo, como
cualquier otro nombre del vocabulario.
Un ensayo no es un informe de investigaciones
realizadas en el laboratorio: es el laboratorio
mismo, donde se ensaya
la vida en un texto, donde se despliega
la imaginación, creatividad, experimentación,
sentido crítico, del autor. Ensayar
es eso: probar, investigar, nuevas formulaciones
habitables por la lectura, nuevas posibilidades
de ser leyendo. El equívoco surge
cuando el ensayo, en vez de referirse,
por ejemplo, a “La melancolía
del viajero” (Calendario), se refiere
a cuestiones que pueden o deben (según
el lector estrecho) considerarse académicas.
Surge cuando el lector se limita a leer
los datos superables, no la prosa insuperable.
Así también, el inspector
puede indignarse con el actor que hace
maravillosamente el papel de malo, en
vez de admirarlo. O indignarse con Shakespeare,
porque escribió la obra aprovechando
un argumento ajeno. O con el pintor que
considera suya la copia que hizo en un
museo de un cuadro que le interesó,
para observarlo y recrearse recreándolo
(como Reyes reescribió a su manera
y publicó en su Archivo un libro
que le interesó). O indignarse
con el público que escucha La Pasión
según San Mateo sin saber alemán,
aunque lo importante en esta obra no es
lo que dice la letra, sino lo que dice
Bach.
Reyes se dio cuenta del problema, y nos
ayudó a entenderlo con una metáfora
memorable: el ensayo es el centauro de
los géneros. Un inspector de centauros
difícilmente entenderá el
juego, si cree que el centauro es un hombre
a caballo; si cree que el caballo es simplemente
un medio de transporte. El ensayo es arte
y ciencia, pero su ciencia principal no
está en el contenido acarreado,
sino en la carretilla; no es la del profesor
(aunque la aproveche, la ilumine o le
abra caminos): su ciencia es la del artista
que sabe experimentar, combinar, buscar,
imaginar, construir, criticar, lo que
quiere decir, antes de saberlo. El saber
importante en un ensayo es el logrado
al escribirlo: el que no existía
antes, aunque el autor tuviera antes muchos
otros saberes, propios o ajenos, que le
sirvieron para ensayar.
Es posible que el ensayista avance por
ambas vías, porque el centauro
así lo pide. Que llegue a descubrir
no sólo textos inéditos
importantes que salen de su ser, su cabeza,
sus manos, sino cosas que los especialistas
no habían descubierto, y que deberían
aprovechar. Desgraciadamente, no pueden
hacerlo sin arriesgar su legitimidad.
Se supone que, fuera del gremio, no puede
haber descubrimientos válidos.
Por eso es tan común el escamoteo
mezquino de aprovechar, sin
reconocer: sería mal visto citar
a un ensayista en un trabajo académico.
Lo cual es una pequeñez, pero sin
importancia literaria; a menos que los
ensayistas se dejen intimidar y actúen
como si la creación fuese menos
importante o menos investigación
que el trabajo académico.
Reyes no se dejaba intimidar. A los veintitantos
años, escribía reseñas
admirables por su prosa, animación
y precisión en la Revista de Filología
Española (recogidas en Entre libros):
como un filólogo que domina su
técnica, en el doble sentido de
ser profesional y de escribir muy por
encima de su profesión: como verdadero
escritor. Lo recordaba en Monterrey, treinta
años después (“Mi
idea de la historia”, Marginalia,
segunda serie): “me sometí
desde el buscarlo hasta el publicarlo
con todo su aparato crítico. Pero
no confundiría yo, sin embargo,
esas disciplinas preparatorias con la
exégesis y la valoración
de la cultura a la que aspiraba. Lo que
acontece es que las artimañas eruditas
son reducibles a reglas automáticas
fáciles de enseñar y que,
una vez aprendidas, se aplican con impersonal
monotonía. No pasa lo mismo para
las artes de la interpretación
y la narración, cuya técnica
se resuelve en tener talento”. La
importancia del distingo y, sobre todo,
la jerarquización, salta a la vista
en las reseñas de Entre libros,
que se pueden leer sabrosamente, aunque
fueron escritas entre 1912 y 1923. No
importa que los libros y conocimientos
a los cuales se refieren estén
datados. La verdadera novedad, que sigue
siendo noticia, como diría Pound
(poetry is news that stays news), está
en la prosa trabajada como poesía.
Los datos envejecen, la carretilla no.
Es posible y deseable, como lo muestra
Reyes, que el especialista sea mucho más
que un especialista: un espíritu
ensayante, un escritor de verdad. Ha sucedido
con filósofos, historiadores, juristas,
médicos. Pero, con el auge de la
universidad como centro de formación
de tecnócratas, la cultura libre
(frente a la cultura asalariada), la cultura
de autor (frente a la cultura autorizada
por los trámites y el credencialismo),
la creación de ideas, metáforas,
perspectivas, formas de ver las cosas,
parecen nada, frente a la solidez del
trabajo académico. La jerarquización
correcta es la contraria. El ensayo es
tan difícil que los escritores
mediocres no deberían ensayar:
deberían limitarse al trabajo académico.
Es natural que los especialistas, sobre
todo cuando la ciencia necesita grandes
presupuestos, estén conscientes
de la importancia de las relaciones públicas.
Que practiquen dos formas de comunicación
social complementarias: las notificaciones
de resultados dirigidas formalmente a
sus colegas en revistas especializadas
y la divulgación para el gran público.
Que vean los ensayos como divulgación.
Que lleguen a contratar escritores para
exponer sus investigaciones. Pero el ensayo
es un género literario de creación
intelectual, no un servicio informativo
de divulgación. La función
ancilar (llamada así por Reyes
en El deslinde) usa la prosa como ancila,
sierva, esclava, criada, del material
acarreado: como carretilla subordinada
al laboratorio del especialista. El ensayo,
por el contrario, subordina los datos
(especializados o no) al laboratorio de
la prosa, al laboratorio del saber que
se busca en formulaciones inéditas,
al laboratorio del ser que se cuestiona,
se critica y se recrea en un texto.
El lector incapaz de recrearse, de reconstituirse,
de reorganizarse, en la lectura de un
ensayo que realmente ensaya, es un lector
empobrecido por la cultura tecnocrática.
No sabe que le robaron la carretilla.
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