Un Hombre de Caminos
Xavier Villaurrutia
Es
un deber escribir sobre Alfonso como de algo
muy vivo y distinto que desarrolla, que esparce
realidades y sorpresas en su trayectoria. No
le demos el gusto;o el dolor, de obligarlo a
preguntarse frente a nuestras palabras si estará
presenciado su fin de cuentas, oyendo su oración
fúnebre.
Conviene, pues, ajustar nuestros juicios a la alegre y sonriente
juventud madura que atraviesa, ya que no es fácil ajustarse
a la clara inteligencia que preside todos sus momentos. Conviene
también no colocarse en torno un ambiente físico,
un aire denso el aire sólido que patentó Zuloaga,
que deforme, extraño, su figura.
Presentémoslo ágil y curioso, mostrando un espíritu
independiente, sobre las variadas disciplinas espirituales, entre
los vientos extranjeros que han contribuido a ensanchar sus pulmones,
a regular, sana, perfecta, su respiración.
Reyes hombre de letras, inteligencia abierta a perspectivas ilimitadas,
no puede restringir su campo de trabajo. Conserva, en cambio,
despejado el horizonte para asomarse con placer al espectáculo
total del mundo.
A hombres como él podemos representarlos en un promontorio
junto al cruce de muchos caminos la mano sirviendo de visera
a la frente, abarcando y apretando la mayor extensión
posible, pero con un camino predilecto, al que a veces fingen
no ver, pero por el que optarán en el caso
de tener que abandonar su sitio. Claro que para Alfonso Reyes
este camino se llama México, en América; se llama
España, en Europa.
Los caminos de Europa
Apartando la preferencia que hacia España se palpa a través
de todos los escritos de Reyes, y que se explica mejor por el
culto a la tradición por él amada siempre, que
por su larga y posterior estancia en tierras españolas,
como muchos observadores superficiales han querido ver, se advierte
en su obra la solicitación de otras dos literaturas, de
otras dos naciones: Francia e Inglaterra.
Curioso de toda manifestación artística antigua
y moderna, desde su primer libro, y junto a la seducción
esencial del arte griego, aparecían ya sus predilecciones
francesas e inglesas. Mallarmé o Flaubert podrían
representar las primeras; Wilde, las segundas.
De Francia ha probado los vinos sin hallarlos extraños;
antes familiares a su paladar. ¡Cuánto de francés
por su carácter e inteligencia, por su curiosidad inagotable,
por el seguro conocimiento de sus propios alcances! ¿Ha
fijado alguien su parentesco con Gourmont?
De Inglaterra, a la que parece haber llegado primero por meditación
de los griegos estudios de Coleridge, Pater, Wilde,
ha alimentado y depurado su virtuosismo ideológico, cultivando
su humorismo, vertiendo, en pago, a nuestra lengua, sus obras
de Sterne, de Stevensson, de Chesterton.
Amante de poner su personalidad a prueba de nuevos y variados
conocimientos, se ha asomado también a las literaturas
de Italia y Alemania, con menos fervor quizás, pero no
con menor inteligencia e instinto. De Alemania, a la que
aprendió a conocer estudiando a los griegos Grecia
fue para él, como es para todos, medio y fin de puros
conocimientos, principió con Lessing, con Goethe
y con el motólogo Otfried Müller, en cuya muerte
ha cantado. De Italia muestra menor cantidad de conocimientos.
Sin embargo, Reyes ha seguido desde la vida real e imaginaria
de Lucrecia d' Alagno hasta la obra de Papini del que ha
hecho, con su economía y acierto habituales, juicios afilados,
pasando ¡claro! Por cierta justa insistencia al reclamar
menos despego y más conocimiento de la obra de Croce,
maestro de muchos.
El camino de España
Hablando del maestro Ortega y Gasset y de su incompleto viaje
por América, Reyes ha concluido en que podamos decir,
con una sonrisa, que José Ortega y Gasset descubrió
América. No digamos ni por un instante, ni con una sonrisa,
que Alfonso Reyes descubrió España. Ningún
americano de mediana cultura corre el riego de ser el Cristóbal
Colón de tierras españolas. El conocimiento de
España, afianzado en nosotros por largas, profundas raíces,
llega a cada espíritu insensiblemente, sin sonrisas y,
ahora, sin pasiones.
Podemos decir, en cambio, sin sonrisa, que Alfonso Reyes conquistó
a España. Hay conquistas. La suya fue lenta pero minuciosa
y segura, apoyada en conocimientos cuidadosos, fruto de entusiasmo
y amor verdaderos. Inicióse temprano y fue valiosa desde
entonces. Preludiaba ya en Cuestiones estéticas
con un estudio acerca de Cárcel de amor de Diego
de San Pedro y con otro Sobre la estética de Góngora.
En sus manos, y por el detenido estudio que de él hacía,
fue Góngora su primer arma de conquista, arma deliciosa
y poderosa. Al estudio mencionado siguieron varios más
siempre en torno de Góngora publicados, ya en
la Revue Hispanique de París, ya en la Revista
de Filología Española, ya en el Boletín
de la real Academia; estudios que acabaron por acreditarlo como
el crítico mejor preparado para tratar cuestiones gongorinas.
Logró así Alfonso Reyes las primeras posiciones
en terreno español. Y ya por ese tiempo su nombre apareció
alternando con los de Díez-Canedo, Solalinde y Menéndez
Pidal, en ediciones de clásicos españoles cuyo
estudio y anotaciones se le encomendaron, seguros de su competencia
y méritos.
Paralelo a esos triunfos destreza de sus gusto corría
ya su conocimiento y comprensión del ambiente, de los
tipos, del paisaje de España A la conquista por la inteligencia
sucedía la conquista con los sentidos. Abriendo bien los
ojos y aquí por los ojos entiéndase los sentidos
todos, sin abrirlos desmesuradamente, fue captando los diversos
aspectos de la vida en Madrid, para expresarlos luego, vivos,
saturados de superior realidad, ricos en comunicaciones y reflejos.
Claro que esta conquista fue, como todas las conquistas, recíproca.
Madrid lo venció entregándosele: y así él
recibió con sus hombres, y sus ideas y sus panoramas,
la cultura de virtudes, de cualidades acendradas, hijas
de miles de años, que han acabado por rodearlo con un
firme y para él inolvidable círculo.
A las anteriores conquistas sigue otra más, lograda con
todas las armas reunidas, añadiendo a ellas la discreción
de sus maneras y su exquisita cortesía ¿no
hemos dicho ya, y perdón por el retruécano, que
Alfonso Reyes fue Cortés en tierras españolas?.
Se trata, del triunfo de la consideración, de la amistad
y solidaridad conseguida entre hombres de letras de allá,
Se trata claro, de la aristocracia intelectual, cerrada, indiferente
ante las reputaciones oficiales, ante los abrazos retóricos
de los hispanoamericanistas. Junto a Díez-Canedo, junto
a Azorín, o a la sombra de Valle Inclán o de Unamuno,
en el silencio que quiere Juan Ramón Jiménez, bajo
las inspiraciones de Eugenio d'Ors o al lado derecho de Ortega
y Gasset, ha acordado el pulso de su vida y de su arte, no sin
alargar la mano comprensiva a los más jóvenes.
En España se le considera como de casa, más
por el natural enlace que da la campaña común de
la vida literaria que por las raíces que en ella haya
enterrado su obra obra, al cabo, de imaginación que
desborda los límites de lo individual, de lo nacional,
de lo racional, para situarse en el plano de lo humano artístico.
El camino de América
Espíritu de mesurada persuasión, Alfonso Reyes
no ha querido ser en América un maestro de juventudes,
quizá porque comprende cuánto limita una postura
de dogmatismo y admonición. Su conocimiento, su trato
con las cosas que se refieren a nuestro continente, es, aunque
cuidadoso y paciente, alejado. Tal vez por ello ha logrado ver
y sentir con serenidad conflictos que los iberoamericanos defienden
con entusiasmo pero con pasión ciega.
Atento a los más diversos problemas, los ha resuelto con
exactitud y juicio; ha señalado injusticias y desconocimiento
de nuestra lengua y literatura, y lo ha hecho con inteligencia
y, a menudo, con ironía. Así ha meditado en el
peligro de que tome en cuneta a Gourmont sus frases una lengua
neo española, existente sólo en la imaginación
del gran francés; para rechazar esta afirmación
equivocada, acude a señalar los mejores gramáticos
que en el siglo XIX ha tenido la vieja y única lengua
española: Bello y Cuervo, ambos americanos. Así,
también, ha reprochado a los hispanistas norteamericanos
al mismo Fitzgerald, su incompleta información
y sus graves omisiones cuando se trata de estudiar y considerar
a los escritores contemporáneos de habla española.
De imperdonables faltas se ha lamentado frente a los estudiosos
hispanistas de Estados Unidos encontrando, al fin, en ellos,
"un elemento irreducible de incomprensión".
Cuando trata la desdeñosa actitud de Pío Baroja
contra América, y tras de recomendar no se conceda demasiada
seriedad a ligerezas, caprichos del mal humor y del mal
gusto, logra formular sentencias definitivas respecto al
valor que España representa para los jóvenes pueblos
de América. Piensa que la España de hoy no es por
más tiempo nuestra "Madre", ni nos aguanta ya
en el regazo, que mejor nos quiere como camarada de su nueva
infancia, que ahora es algo como "nuestra prima carnal".
¿Qué importa pensamos nosotros apoyados en
sus informaciones, que el conocimiento de nuestra América
haya sido imperfecto si ahora se anuncia comprensivo; si Valle
Inclán y Unamuno, si Araquistáin y Azorín
vuelven los ojos con interés a la América que se
integra; si Díez-Canedo sigue y comenta nuestras letras
con un amor ilimitado; si el mismo Ortega y Gasset cuya
voz, hasta en sus posturas más inestables, anuncia a España
un tiempo nuevo cree en América está el camino
de la raza española?
De estas voluntades inquietas estudiosas, útiles
siempre para el continente nuevo, nuestro escritor ha ganado
no pocas. Pero hay además en Alfonso Reyes una visión
más concreta, construida ya no por relaciones y comparación,
sino limitada por la preferencia de figuras, de obras de algunos
grandes de América: Bolivar, Montalvo, Martí, Darío,
Rodó. Sobre muchos de ellos ha fijado conceptos y dicho
cosas inmejorables; sobre Darío, sobre Rodó, ha
insistido con devoción ejemplar.
El camino de México
Para Reyes existe la América que ríe y que juega;
existe al mismo tiempo, la América que llora y combate.
Si la República Argentina representa la tierra de robusta
quietud, de reposado júbilo, México sintetiza el
grito y la turbulencia. Ambos aspectos de la vida americana son
igualmente nobles a sus ojos.
Alejado del México estóico, lo ha seguido siempre
con apasionada inteligencia, repasando sus gestos de ayer, meditando
con sus actuales gestos. Y ha sido para él preocupación
constante ahondar e insistir en la tarea de encontrar el carácter,
el alma nacional, ya en creaciones directas: versos, ensayos;
ya en re-interpretaciones históricas, sin la limitación
que la palabra historia trae consigo. Su Visión de
Anáhuac, obra sólida en la que el dato histórico
y el paisaje aparecen vivos, vueltos a crear, es una prueba realizada
de su intento.
Su conocimiento de nuestras letras lo asegura como su crítico
más entendido y sagaz. Lo mismo en el comentario
animado y lleno de sugestiones que en el juicio analítico
definitivo. Sus estudios sobre Nervo tipo del ensayo crítico
ideológico, sus reparos a la obra de El Pensador
Mexicano tipo de la crítica objetiva, revelan
comprensión y justicia hacia nuestros escritores, precursores
o actuales.
Ha predicado; mejor, ha propuesto a los amigos de su país
una doctrina de amistad que oponer al tiempo codicioso y rápido.
En sus libros, a cada paso, salta el recuerdo de México,
el de sus amigos de acá, a los que quisiera ver unidos
por sus diferencias tanto como por sus semejanzas. Los ejemplos
de su cariñosa y constante información para todo
lo nuestro serían inacabables. Y la resonancia que en
espíritu tienen es máxima. El mismo lo ha confesado
con sinceras palabras que no hallaréis es sus libros:
"¡Ay, si supiera usted que en el centro de mí
mismo da cualquier palabra venida de los míos, de mi México!"
Alfonso Reyes, hombre de caminos
Su temperamento, su curiosidad, sus viajes, no lo han limitado
para fortuna nuestra a un solo trozo de paisaje, a
un solo modo de expresión. Veámoslo sobre un promotorio
en el cruce de muchos caminos, no sin pensar que, hasta en sus
momentos más abstraídos, el hombre de caminos tiene
los suyos predilectos.
1924
Textos y Pretextos, México, La Casa de España,
1940, pp. 61-71.
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