El
jinete del aire
Octavio Paz
A Manuel Calvillo
Un telegrama de México
me anunció la muerte de Alfonso Reyes. La noticia me pareció
irreal, como si anunciase la muerte de otra persona. Sabía
que desde hacía años estaba enfermo y que sólo
se aliviaba para volver a recaer; no sabía, o lo había
olvidado, que la muerte, siempre esperada, es siempre inesperada.
La última vez que lo vi, hace seis meses, la víspera
de mi salida de México, me dijo: "Quizá no
volvamos a conversar, ya me queda poco tiempo aquí".
Y me señaló, con la mirada sus libros. No podría
ahora repetir mi respuesta; sin duda fue una de esas frases con
las que, no sin hipocresía, a un tiempo tratamos de calmar
la ansiedad de los enfermos y nuestro propio, secreto terror
ante la muerte. Recuerdo que sentí una absurda vergüenza,
como si mi salud fuese algo indiscreto y poco merecido. Reyes
se dio cuenta de mi confusión, cambió el tema y
alegremente me guió por las espesuras de la poesía
hermética.
Admirable prueba de salud moral: en una época sorda a
fuerza de gritar, un hombre enfermo, encerrado en su biblioteca,
casi sin esperanzas de ser oído, se inclina sobre un texto
olvidado y pesa imágenes y pausas, ritmos y silencios,
en una delicada balanza verbal. Ante un mundo que ha perdido
casi completamente el sentimiento de la forma, al grado de que
la frase hecha, después de conquistar periódicos,
parlamentos y universidades, se convierte en el medio de expresión
favorito de poetas y novelistas, el amor de Reyes al lenguaje,
a sus problemas y sus misterios, es algo más que un ejemplo:
es un milagro. Pocas veces vi a Reyes tan lúcido, tan
claro y relampagueante, tan osado y tan reticente y, en una palabra:
tan vivo, como aquella noche en que me hablara, entre una y otra
toma de oxígeno, de las delicias y los peligros de Licofrón
y Gracián. ¿Falta de humanidad, insensibilidad
social, ausencia de sentido histórico? Yo diría:
amor a la vida en un tiempo que venera no tanto a
la muerte como a la ausencia de vida. El culto a la muerte
es una superstición arcaica; nosotros, los modernos, adoramos
la abstracción desangrada y el número informe:
ni vida ni muerte. El amor, los amores de Reyes, eran distintos:
amor a la forma, amor a la vida. La forma es la encarnación
de la vida, el instante en que la vida pacta consigo misma.
No, no estamos hechos para la muerte, y Alfonso Reyes, "caballero
andante de Mayo", el mes solar, como dice en uno de sus
poemas, era el hombre menos dispuesto, filosóficamente,
amorir. No porque se rebelase estérilmente contra la idea
de la muerte sino porque morir no le parecía una idea,
esto es, una razón, algo dueño de sentido. Nunca
hizo de la muerte una filosofía, como tantos escritores
de nuestra lengua. Más bien la veía como la negación,
la definitiva refutación de la idea misma de filosofía.
La aceptaba, no sin ironía, como una prueba más
de la locura cósmica. En cierto modo, no le faltaba razón:
la muerte es el fruto, la consecuencia natural de la vida y,
así no es un accidente; sin embargo, es el gran accidente,
el único accidente. Y esto, ser contingente y necesaria,
la hace aún más enigmática. La muerte es
la contradicción universal.
Reyes, el enamorado de la mesura y la proporción, hombre
para el que todo, inclusive la acción y la pasión,
debería revolverse en equilibrio, sabía que estamos
rodeados de caos y silencio. Lo informe, ya como vacío
ya como presencia bruta, nos acecha. Pero nunca intentó
aherrojar al instinto, suprimir la mitad oscura del hombre. Ni
en la esfera de la ética ni en la de la estética
menos aún en la política predicó
las virtudes equívocas de la represión. A la vigilia
y al sueño, a la sangre y al pensamiento, a la amistad
y a la soledad, a la ciudad y a la mujer, a cada parte y a cada
uno, hay que darle lo suyo. La porción del instinto no
es menos sagrada que la del espíritu. ¿Y cuáles
son los límites entre uno y otro? Todo se comunica. El
hombre es una vasta y delicada alquimia. La operación
humana por excelencia es la transmutación, que hace la
luz de la sombra, palabra del grito, diálogo de la riña
elemental.
Su amor por la cultura helénica, reverso de su indiferencia
frente al cristianismo, fue algo más que una inclinación
intelectual. Veía en Grecia un modelo porque lo que
le descubrían sus poetas y filósofos era
algo que estaba ya en su interior y que, gracias a ellos, recibió
un nombre y respuesta: los poderes terribles de los hubris y
el método para conjugarlos. La literatura griega no le
reveló una filosofía, una moral, un "debe
ser" sino al ser mismo en su marea, en su ritmo alternativamente
creador y destructor. Las normas griegas, dice Jaeger, son una
manifestación de la legalidad inmanente del cosmos: el
movimiento del ser, su dialéctica. Reyes escribió
una y otra vez que la tragedia es la forma más alta y
perfecta de la poesía porque en ella la desmesura encuentra
al fin su tensa medida y, así, se purifica y redime. La
pasión es creadora cuando encuentra su forma. Para Reyes
la forma no era una envoltura ni una medida abstracta sino el
instante de reconciliación en el que la discordia se transforma
en armonía. El verdadero nombre de esta armonía
es libertad: la fatalidad deja de ser una imposición exterior
para convertirse en aceptación íntima y voluntaria.
Ética y estética se enlazan en el pensamiento de
Reyes: la libertad es un acto estético, es decir, es el
momento de concordia entre pasión y forma, energía
vital y medida humana; al mismo tiempo, la forma, la medida,
constituyen una dimensión ética, ya que nos salvan
de la desmesura, que es caos y destrucción.
Estas ideas dispersas en muchas páginas y libros de Reyes,
son la sangre invisible que anima su obra poética más
perfecta: Ifigenia cruel. Quizá no sea innecesario
recordar que este poema es, entre otras muchas cosas, el símbolo
de un drama personal y la respuesta que el poeta intentó
darle. Su familia pertenecía al ancien régime.
Su padre había sido ministro de la guerra del gobierno
de Porfirio Díaz y su hermano mayor, el jurista Bernardo
Reyes, era un profesor universitario y un polemista político
de renombre. Ambos fueron conservadores y enemigos del gobierno
revolucionario de Madero. Su padre murió en el asalto
al Palacio Nacional y su hermano, al triunfo de los revolucionarios,
se refugió en España y desde allá no cesó
de atacar al nuevo régimen. Así, la situación
de Alfonso Reyes no era muy distinta a la de Ifigenia: el hermano
le recuerda que la venganza es un deber filial; rehusarse a seguir
la voz de la sangre es condenarse a servir a una diosa sanguinaria
Artemisa en un caso, la Revolución Mexicana
es el otro. Ifigenia decide quedarse en Táuride y Reyes
se pone al servicio del régimen revolucionario. Por supuesto,
el poema es algo más que la expresión de este conflicto
íntimo; visión de la mujer y meditación
sobre la libertad, Ifigenia cruel es de las obras más
perfectas y complejas de la poesía moderna hispanoamericana.
Reyes escoge la segunda versión del mito. Como es sabido,
en esta versión no se consuma el sacrificio de la
virgen. En el momento en que Ifigenia debe morir en Áulide
para aplacar la cólera del viento, Artemisa substituye
su cuerpo por el de una cierva y la conduce a Táuride.
Allá la consagrada sacerdotisa de su templo: Ifigenia
debe inmolar a todos los extranjeros que llegan a la isla. Un
día recoge entre los extraños que un naufrago arroja
a la costa, a Orestes. Vence el destino, la ley de la casta:
los dos hermanos se fugan, no sin robarse la estatua de la diosa,
y regresan al Ática. Reyes introduce un cambio fundamental
en la historia, algo que no aparece ni en la obra de Eurípides
ni en la de Goethe: Ifigenia ha perdido la memoria. No sabe quién
es ni de dónde viene, Sólo sabe que es "un
montón de cólera desnuda". Virgen sin origen,
que "brotó como un hongo en las rocas del templo",
desde el principio del principio atada a la piedra sangrienta,
virgen sin pasado y sin futuro, Ifigenia es un ciego movimiento
sin conciencia de sí, condenado a repetirse sin cesar.
La aparición de Orestes rompe el hechizo; sus palabras
penetran la pétrea conciencia de Ifigenia, que pasa
gradualmente del reconocimiento del "otro" el
hermano desconocido y delirante, el semejante remoto siempre
al redescubrimiento de su identidad perdida. Para ser nosotros
mismos, parece insinuar Reyes, es menester reconocer la existencia
de los demás. Al recobrar la memoria, Ifigenia se recobra.
Está en posesión de su ser porque sabe quién
es: virtud mágica del nombre. La memoria le ha vuelto
la conciencia; y la devolverle la conciencia, le otorga la libertad.
No es ya la poseída por Artemisa, "al tronco de sí
misma atada", ya puede elegir. Su elección y
aquí la diferencia con la versión tradicional es
aún más significativa es inesperada:
Ifigenia decide quedarse en Táuride, Le bastan dos palabras
("dos conchas huecas de palabras: no quiero") para
cambiar en un instante vertiginoso todo el curso de la fatalidad.
Por ese acto reniega de la memoria que acaba de recobrar, dice
no al destino, a la familia y al origen, a la ley del suelo y
de la sangre. Y más: se niega a sí misma. Esa negación
engendra una nueva afirmación de sí Al negarse,
se elige. Y este acto, libre entre todos, afirmación de
la soberanía del hombre, encarnación fulgurante
de la libertad, es un segundo nacimiento. Ifigenia ya es hija
de sí misma.
Escrito en 1923, el poema de Reyes no sólo se anticipa
a muchas preocupaciones contemporáneas sino que encierra,
en cifra, condensada en un lenguaje que participa de la dureza
de la piedra y de la amargura del mar, artificioso y bárbaro
a un tiempo, toda la evolución posterior de su espíritu.
Todo Reyes el mejor, el más libre y suelto
está en esta obra. Ni siquiera falta el guiño
secreto, el aparte malicioso para el goce de los entendidos,
el anacronismo y la señal de inteligencia hacia otras
tierras y otros tiempos. Erudición, sí, pero
también gracia, imaginación y dolorosa lucidez.
Ifigenia, su cuchillo y su diosa, inmensa piedra labrada por
la sangre, aluden simultáneamente a los cultos precortesianos
y al "eterno femenino", el soneto del monólogo
de Orestes es un doble homenaje a Góngora y al teatro
español del siglo XVII; la sombra de Segismundo oscurece
a veces el rostro de Ifigenia; otras, la virgen pronuncia enigmas
como la Hérodiade de Mallarmé o se palpa
con el pensamiento como La joven Parca; Eurípides
y Goethe, el libre arbitrio católico y los experimentos
rítmicos del modernismo y hasta los temas mexicanos (universalismo
y nacionalismo) y la querella familiar, todo se funde con
admirable naturalidad. Nada sobra porque nada falta. Cierto,
nunca volvió a escribir un poema de arquitectura tan sólida
y aérea, tan rico de significaciones, pero sus mejores
páginas en prosa son una apasionada meditación
sobre el misterio de Ifigenia, la virgen libertad.
El enigma de la libertad es también el de la mujer. Artemisa
es una divinidad pura y carnicera: es la luna y el agua, la diosa
del tercer milenio antes de Cristo, la domadora, la cazadora
y la hechicera fatal. Ifigenia es apenas una manifestación
humana de esa deidad pálida y terrible que atraviesa los
bosques nocturnos seguida de una jauría sanguinaria. Artemisa
es un pilar, el árbol primordial, arquetipo de la columna
como el bosque es el modelo mítico del templo. Ese pilar
es el centro del mundo:
En
torno a ti danzan los astros
¡Ay del mundo si flaquearas, Diosa!
Artemisa es virgen e impenetrable; "¿Quién
vislumbró la boca hermética de tus dos piernas
verticales?" Ojos de piedra, boca de piedra pero
"las raíces de sus dedos sorben los cubos rojos del
sacrificio, a cada luna". Peña, pilar, estatua, agua
quieta, es también carrera loca del viento entre los árboles.
Artemisa busca y rehúsa alternativamente, la encarnación,
el encuentro con el otro, adversario y complemento de su ser.
El abrazo carnal es lucha mortal.
En la obra de Reyes el erotismo en el sentido moderno
del término aparece siempre velado. La ironía
modera el alarido; la sensualidad dulcifica el gesto terrible
de la boca; la ternura transforma la garra en caricia. El amor
es batalla, no carnicería. Reyes no niega la omnipotencia
del deseo, pero sin cerrar los ojos ante la naturaleza
contradictoria del placer busca de nuevo un equilibrio.
Si en Ifigenia cruel y en otros textos, algunos
publicados y otros inéditos, como la farsa de Landrú
el deseo aparece revestido con las armas de la muerte, en los
más numerosos y personales su temperamento cordial melancolía,
ternura, saudade calma a la sangre y sus abejas.
El epicureísmo de Reyes no es una estética ni una
moral: es una defensa vital, un remedio viril. Pacto: no renuncia
ni guerra sin cuartel. En un poema de juventud bastante más
complejo de lo que revela una primera lectura, dice que en sus
imaginaciones identifica a la flor (que es una flor mágica:
la adormidera) con la mujer y confiesa su temor:
¡Tiemblo, no amanezca el día
en que te vuelvas mujer!
La flor esconde, como la mujer,
una amenaza. Ambas provocan sueño, delirio y locura. Ambas
hechizan, es decir, paralizan el ánimo. Para librarse
del cuchillo de la virgen Ifigenia y de la amenaza de la flor,
no hay exorcismo conocido, excepto el amor, el sacrificio que
es, siempre, una transfiguración. En la obra de
Reyes no se consuma el sacrificio y el amor es una oscilación
entre la soledad y la compañía. A la mujer ("trataba
en la obra libre aunque se da y ajena") la tenemos
un instante en la realidad.
Y siempre en la memoria, como nostalgia:
Mercedes, Río, mercedes
soledad y compañía,
de toda angustia remanso,
de toda tormenta orilla.
Pacto, acuerdo, equilibrio:
estas palabras son frecuentes en la obra de Reyes y definen una
de las direcciones centrales de su pensamiento. Algunos, no contentos
con acusarlo de "bizantinismo" (hay críticas
que, en ciertos labios, resultan elogios), le han reprochado
su moderación. ¿Espíritu moderado? No lo
creo, al menos de la manera simple con que quieren verlo las
inteligencias simplistas. Espíritu en busca de equilibrio,
aspiración hacia la medida; y también, gran apetito
universal, deseo de abarcarlo todo, lo mismo las disciplinas
más alejadas que las épocas más distantes.
No suprimir las contradicciones sino integrarlas en afirmaciones
más anchas; ordenar el saber particular en esquemas generales
siempre provisionales. Curiosidad y prudencia: todos los días
descubrimos que aún nos falta algo por saber y que, si
es cierto que todo ha sido pensado, también lo es que
nada se ha pensado. Nadie tiene la última palabra. Es
fácil darse cuenta de las ventajas y riesgos de una actitud
semejante. Por una parte, irrita a los espíritus categóricos,
que tienen la verdad en el puño; por la otra, el exceso
de saber a veces nos vuelve tímidos y nos quita confianza
en nuestros impulsos espontáneos. A Reyes la erudición
no lo paralizó porque se defendió con un arma invencible:
el humor. Reírse de sí mismo, reírse
de su propio saber, es una manera de aligerarse de peso.
Góngora decía: "No es sordo el mar: la erudición
engaña". Reyes no siempre se libró de los
engaños de esa erudición que nos hace ver en la
novedad de hoy la locura de ayer. Además, su temperamento
lo llevaba a huir de los extremos. Esto explica, quizá,
su reserva ante esas civilizaciones y esos espíritus que
expresan lo que llamaría la exageración sublime
(Pienso en el Oriente y en la América precolombina pero
asimismo en Novalis y Rimbaud.) Siempre lamenté su frialdad
ante la gran aventura del arte y la poesía contemporáneos.
El romanticismo alemán, Dostoievski, la poesía
moderna (en lo que tiene de más ariesgado), Kafka, Lawrence,
Joyce y tantos otros, fueron territorios que recorrió
con valentía de explorador pero sin pasión amorosa.
Y aun en esto temo ser injusto, pues ¿cómo
olvidar su afición a Mallarmé, precisamente uno
de los poetas que encarnan con mayor lucidez la sed de absoluto
del arte moderno? Tachado de tibieza en la vida pública,
algunos señalan que en ocasiones su carácter no
estuvo a la altura de su talento y de las circunstancias. Es
verdad. Pero si es cierto que a veces calló, también
lo es que nunca gritó como muchos de sus contemporáneos.
Si no sufrió persecución, tampoco persiguió
a nadie. No fue hombre de partido; no lo fascinó el número
ni la fuerza; no creyó en los jefes; no publicó
adhesiones ruidosas; no renegó de su pasado, de su pensamiento
y de su obra; no se confesó; no practicó la "autocrítica";
no se convirtió. Y así, sus indecisiones y hasta
sus debilidades porque las tuvo se convirtieron
en fortaleza y alimentaron su libertad. Este hombre tolerante
y afable vivió y murió como un heterodoxo, fuera
de todas las iglesias y partidos.
La obra de Reyes desconcierta no sólo por su extensión,
sino por la variedad de los asuntos que trata. Nada más
alejado, sin embargo, de la dispersión. Todo tiende a
la síntesis, inclusive esa parte de su producción
constituida por notas, apuntes y resúmenes de libros ajenos.
En una época de discordia y uniformidad dos
caras de la misma medalla Reyes postula una voluntad
de concierto, es decir, un orden que no excluya la singularidad
de las partes. Su interés por las utopías políticas
y sociales y su continua meditación sobre los deberes
de la intelligentsia hispanoamericana tienden el mismo
origen que su afición a los estudios helénicos,
la filosofía de la historia y la literatura comparada.
En todo busca el rasgo individual, la variación personal;
y procura siempre insertar esa singularidad en una armonía
más vasta. No obstante, concierto, acuerdo o equilibrio
son palabras que no lo definen por entero: concordia le conviene
mejor. La merece más. Concordia no es concesión,
pacto o compromiso sino juego dinámico de los contrarios,
concordancia del ser y lo "otro", reconciliación
del movimiento y el reposo, coincidencia de la pasión
y la forma. Oleada de vida, vaivén de la sangre, mano
que se abre y se cierra: dar y recibir y volver a dar. Concordancia,
palabra central y vital. Ni cerebro, ni vientre, ni sexo, ni
mandíbula: corazón.
La muerte es la única proposición irrefutable,
la única realidad innegable. Al mismo tiempo, tal vez
por el exceso de realidad que manifiesta, por esa brutalidad
con que nos dice que la presencia es ausencia, la muerte infunde
un aire de irrealidad a todo lo que vemos, sin excluir al mismo
muerto que velamos. Todo está y no está. Nuestra
realidad última no es sino una definitiva irrealidad.
Podría decirse, modificando levemente un verso de Borges:
la muerte, minuciosa de irrealidad. Reyes está
aquí y no está. Lo veo y no lo veo. Como en su
poema:
Pasa el jinete del aire
montado en su yegua fresca,
y no pasa: está en la sombra
repicando las espuelas.
Reyes cabalga aún. En la sombra relucen sus armas: la
mano y la inteligencia, el sol y el corazón.
París, 4 de enero
de 1960
Cuadernos, París, No. 41 (marzo-abril 1960) pp.
4-8
|