INVENTARIO: PARA ACERCARSE A REYES
José Emilio
Pacheco
Puntos de partida, tareas de
un centenario, aprovechamiento de la oportunidad única
de conocerlo o releerlo. La empresa lleva la recompensa en su
ejercicio. Alfonso Reyes siempre resulta grata compañía.
Leerlo nos hace bien. Pero nunca imponernos su lectura como una
obligación cultural sino como un placer. Olvidarse por
un momento de los elogios y las diatribas que suscitado en otros
tiempos y otras circunstancias. A fin de cuentas nada de esto
importa demasiado: la lectura es una conversación a larga
distancia pero de persona a persona. Como dijo su amigo Borges
de su mutuo maestro Wilde, Reyes "es de aquellos venturosos
que pueden prescindir de la aprobación de la crítica
y aun, a veces, de la aprobación del lector, pues el agrado
que proporciona su trato es irresistible y constante".
1. LA TRAGEDIA GRIEGA
Dentro de pocos años
los escritores del siglo XXI se reirán de nosotros, los
estúpidos vigesémicos, porque al escribir sobre
Reyes siempre tuvimos que hacerlo a la defensiva.
Incluso a estas alturas es grotesco vernos obligados a justificar
que Reyes se ocupara de Grecia. Como si hoy no tuviéramos
un agradecimiento siempre renovado por quienes abren ventanas
y tienden puentes para comunicarnos con otras literaturas que
sus ensayos y traducciones vuelven parte de la nuestra.
Escribió otro amigo y contemporáneo suyo, Arnold
J. Toynbee: las experiencias históricas de los griegos
son análogas a las que estamos pasando: guerras, luchas
de clases, encuentros culturales a quemarropa entre pueblos con
definidas y diferentes herencias sociales, atrocidades y actos
de heroísmo. Reyes no se alejó de su aquí
y ahora: le presentó un espejo lejano.
Luis Cernuda lamentó la ausencia de Grecia en la cultura
española. Por razones de cristianismo contra paganismo
y de moralidad sexual nos privaron de Grecia como nos despojaron
de la Biblia para impedir el contagio protestante. Reyes intentó
compensarnos de la primera omisión. En los veintiún
tomos publicados de sus Obras Completas (1) hay seis dedicados
a Grecia. Bastaron para que entrara en la leyenda como el señor
que nunca se ocupó de México y estuvo todo el tiempo
hablando de los griegos.
Por los demás, siempre se refirió a su país,
lo mismo en Ifigenia cruel que en el más hermoso
de sus libros del retorno, Junta de sombras. Acusarlo
por hacer nuestro el patrimonio de la humanidad es como censurar
a Freud por haber hablado del complejo de Edipo en vez del complejo
de Hansel y Gretel o el síndrome de Lorelei. Por ejemplo,
"En nombre de Hesíodo", un ensayo de 1941, es
una advertencia contra la simpatía por los nazis muy extendida
en el México de entonces.
El helenismo de Reyes resulta un fenómeno mucho más
complejo de lo que sueña nuestra historiografía
literaria. Responde tanto a la utilización carnavalizadora
de la mitología por los modernistas como a la moda inglesa
del otro fin de siglo. Para estudiar a la generación
del Ateneo es indispensable el libro de Frank M. Turner The
Greek Heritage in Great Britain (Yale, 1981).
Dentro de México esta labor de Reyes se vuelve parte tanto
del proceso de secularización tan brillantemente estudiado
por Rafael Gutiérrez Girardot, como, por contradictorio
que parezca, del afán de recuperar la tradición
humanística interrumpida por el positivismo. En su afán
de sajonizarnos y hacer que alcanzáramos la ciencia y
la técnica la enseñanza positivista redujo los
estudios de griego y latín a la clase de etimologías.
Al establecerse aquí después de casi treinta años
de exilio y diplomacia Reyes no quiso competir con nadie y de
sus intereses juveniles eligió la afición de Grecia.
Ernesto Mejía Sánchez insiste en que es modestia
la afirmación de Reyes al comienzo de su Ilíada:
"No leo el griego: lo descifro apenas". Que nuestro
helenista no supiera griego sería una paradoja más
de la cultura mexicana, semejante a la que obliga a quienes
contraen matrimonio a escuchar la Epístola de Melchor
Ocampo, un prócer que ni como hijo ni como padre conoció
esa institución. Pero no está reñida con
la idea de Reyes: la literatura se dirige a la persona humana
como tal, no en cuanto a especialista.
Sea cual fuere su conocimiento del griego y del latín,
Reyes, el escritor laico y liberal por excelencia en una tradición
tan caótica como la nuestra, no podía competir
en este campo con quienes se formaron en los seminarios. Nunca
se ha puesto por escrito que su archienemigo fue el padre Angel
María Garibay. Nuestra gratitud infinita por el padre
Garibay no puede cegarnos ante el hecho de que ni en sus tradiciones
nahuas ni griegas logró escribir un castellano siquiera
aproximado al de Reyes. En un mundo perfecto hubiera habido un
traductor que supiese tanto griego y latín como Garibay
y escribiera en su lengua materna como Reyes. En otro menos belicoso
que el nuestro ambos hubieran colaborado para darnos en español
grandes versiones de la tragedia griega y la poesía náhualt.
La misma disputa entre la secularización y la Iglesia
católica como el refugio de la tradición clásica
está presente el texto más conflictivo de Reyes,
"Discurso por Virgilio". Christopher Domínguez
Michael en uno de los mejores ensayos que ha generado hasta
ahora el centenario ("Alfonso Reyes y las ruinas de Troya"
en "Rumbos de Reyes", es el número especial
de La Gaceta del Fondo de Cultura Económica) considera
el "Discurso" como "el platillo que Reyes sacó
de su cocina para el banquete nacionalista y estatólatra
de los años treinta".
Virgilio cumplió veinte siglos en el momento en que México
acababa de salir, con noventa mil habitantes menos, de la brutal
guerra cristera. El cristianismo se apropió de Virgilio
y lo hizo heraldo de la llegada de Cristo. El Latín era
la lengua eclesiástica. A Reyes no le quedaba sino un
ardid que hoy nos parece un exceso señorpresidentista
(aunque en realidad se dirige no a Ortiz Rubio sino al Jefe Máximo
Calles) para llegar a la afirmación clave del ensayo:
"Quiero el latín para las izquierdas porque no veo
la ventaja de dejar caer conquistas ya alcanzadas".
2. EL AHUEHUETE Y EL BONSAI
Hace muchos años, al
reseñar en esta misma página, el Diálogo
de los libros, se comparaban las obras de Reyes y Torri respectivamente
al ahuehuete y el bonsai. Ahora el bonsai está en muchas
casas y el ahuehuete, "viejo del agua", ha desaparecido
porque su existencia dependía de un medio lacustre que
se perdió para siempre.
El autor que ha escrito bien
una obra que consta sólo de dos o tres libros breves y
portátiles tiene todas las de ganar frente a su compañero
que escribió, no menos bien, un centenar de libros que
ocupan varios metros de estantería y pesan veinte o más
kilos. ¿Dónde encontraremos el espacio y el tiempo
para leer a Reyes? Si lo sentimos como una obligación
cultural, la ansiedad que esto nos produce hará que acojamos
como una bendición toda condena y cualquier sarcasmo liberador.
Volver a Reyes una estatua de sal, de mármol o de bronce
es una invitación a orinarse en el pedestal. Con ello
nos sacudimos los cuatro metros y los veinte kilos, sí,
pero también nos perdemos muchos placeres y enseñanzas
posibles.
Desde que en el siglo XVIII apareció la literatura como
institución sólo hay dos modelos para medir el
triunfo de un escritor: es Goethe (o Víctor Hugo o Tolstoi
o Balzac o Dostoyevsky) o es Rimbaud: "Di tu palabra y rómpete",
La Obra con mayúscula, a la europea, o El Libro, también
con una mayúscula, a la norteamericana.
Reyes no cabe en ninguno de estos esquemas y también lo
afecta la distancia entre la promesa que es infinita y abstracta,
y la realización, que es limitada y concreta por amplios
que sean sus horizontes; el abismo que media entre la página
en blanco en que todo es posible y la página escrita,
llena de tachaduras, errores y correcciones.
No cabe porque no es un escritor europeo ni estadounidense sino
mexicano. Sólo es posible entenderlo como un producto
de nuestra historia y nuestra sociedad. No es André Gide
ni Edmund Wilson sino el hijo pródigo del porfiriato
y la revolución. A quien dice: "Muy bien, quiero
leerlo. ¿Por dónde empezar?", hay que contestarle:
Empieza por donde quieras, lee lo que te interese, considera
las obras de Reyes una enciclopedia o un periódico que
nadie te pide que leas de principio a fin.
3. La Ilustración mexicana
La enciclopedia y el periódico:
los medios de expresión del siglo XVIII, el siglo que
no tuvimos, la Ilustración que nos faltó. A sabiendas
o no Reyes intentó reparar lo que perdimos cuando a fines
del XVI fue suprimida la enseñanza de la cultura europea
a los indios en el colegio de Tlatelolco, porque la asimilaron
tan bien que no tardaron en corregirle su latín a los
frailes, y cuando Clavijero no pudo terminar su Enciclopedia
Mexicana y tuvo que publicarla resumida como su gran Historia
antigua de México.
Así, tanto la aparente dispersión de Reyes como
su deseo de unidad manifiesto en las útiles y opresivas
Obras completas se entienden al considerar que cada libro
y cada artículo son fichas para esa imposible e indispensable
enciclopedia imaginaria. Gutiérrez Girardot lo ha visto
con claridad deslumbrante: América no podía ser
América Latina si antes no se apropiaba de la cultura
europea. En este sentido Reyes continúa el trabajo de
los modernistas y es el más universitario de nuestros
autores: casi todo su trabajo consistió en poner en práctica
el deber que Justo Sierra asignó a la Universidad Nacional:
mexicanizar la ciencia, nacionalizar el saber.
Es, como decían en su época, un fragmentario porque
vio en el periódico el libro del pueblo, la extensión
de las aulas, el medio de compartir y democratizar lo que hasta
entonces había sido privilegio de unos cuantos. Reyes,
el más grande periodista de la lengua española,
no escribió novelas. Pero ¿cuántas novelas
de 1918-1922 pueden leerse en 1989 con el placer que deparan
sus artículos de, digamos, Simpatías y diferencias?
"No soy enemigo de los géneros", decía
Pedro Henríquez Ureña. Las brevísimas notas
que al final de su vida reunió en los dos tomos de Las
burlas veras valen más que muchas obras serias y presuntuosas
de ese período.
Junto a Reyes "menor" y encantador que sembró
no un bonsai sino un bosque de bonsais ocultos en la maleza de
las Obras completas, hay el académico capaz de
hacer libros unitarios tan rigurosos como El deslinde,
La antigua retórica, La crítica en la edad ateniense.
¿La Universidad desaprovechó a Reyes? (Por lo
demás, gran conferencista, el primero que aplicó
en México la fórmula de Ortega y Gasset para no
matar de tedio al auditorio: "Sea usted histrión").
No, porque su ámbito no era el aula ni el cubículo
sino el café, la redacción y el salón. Reyes
no es un magister sino un conversador. Su obra es una conversación
interminable que escuchamos con los ojos, como en el verso de
Quevedo.
Reyes tuvo la fortuna de presidir la República de las
Letras, esa república que no por intangible deja de tener
su poetariado y su poetburó e inclusive su hampa y sus
escuadrones de la muerte, cuando existían Guzmán
y Vascocelos, Azuela y González Martínez para no
dejarlo solo y balancear su peso. Antiautoritario por excelencia,
a falta de parlamento y elecciones nos dio la prensa y la tertulia.
Fue como Sócrates el
dialoguista, el suscitador, el interrogador que nos obliga a
tomar conciencia de nosotros mismos y a pasar por la razón
todos nuestros impulsos. Sea o no el mejor prosista de la lengua
española, como quiere Borges (Dámaso Alonso le
da el título a Martín Luis Guzmán, hoy tan
presente en El general en su laberinto), hasta en la más
trivial de sus notas redime a Reyes de la insignificancia su
gracia en el sentido casi teológico del término.
Alfonso Reyes no quiso ser más ni menos que escritor.
Su herencia civil es de primer orden y en este punto cualquier
homenaje se queda corto: inventó para nosotros una prosa
en que podemos conocer el mundo, pensar el mundo, explicarnos
el mundo. Una prosa siempre en movimiento que nunca se detiene
y jamás se estanca y es y será siempre modelo inimitable
de precisión, concisión, suavidad y en primer término
naturalidad. Como dijo Octavio Paz hace cuarenta años,
al enseñarnos a escribir nos enseño a pensar.
(1) (Nota del editor). En años
posteriores a la publicación de esta nota se imprimió
hasta el tomo veinteseis de las Obras completas.
Proceso, México, No. 655 (22 mayo,
1989) pp. 46-47
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