Recuerdo de Alfonso
Reyes
Carlos Fuentes
Alfonso Reyes vivía
en una casita color mamey junto al Hotel Marik en Cuernavaca.
Me invitaba a pasar temporadas con él y como yo
era adolescente y flojo sólo le acompañaba a partir
de las once de la mañana, cuando Don Alfonso se
sentaba a florear a las muchachas que pasaban por la plaza que
entonces lo era de laureles y no de cemento; no sé si
el hombre cuadrado y rubicundo que se sentaba en la mesa de al
lado era un cónsul británico aplastado por la cercanía
del volcán, pero si Reyes, ante el espectáculo
del mundo, citaba a Lope y a Garcilaso, nuestro vecino el bebedor
de mezcal contestaba, sin mirarnos, con las stanzas más
lúgubres de Marlowe y John Donne. Luego íbamos al
cine para darnos un baño de épica y sólo
en la noche me empezaba a fregar Don Alfonso, a reclamarme mis
ausencias, mis lagunas, ¿cómo es posible que no
hayas leído a Laurence Sterne?, no has entendido bien
a Stendhal, el mundo no empezó hace diez minutos.
Me irritaba; yo leía a contrapelo de sus enseñanzas,
lo moderno, lo más estridente, sin entender que estaba
aprendiendo su lección: no hay creación sin tradición,
lo "nuevo" es una inflexión de la forma precedente,
la novedad es siempre un trabajo sobre la tradición. Borges
ha dicho de él que escribió la mejor prosa castellana
de nuestro tiempo. A mí me enseñó que la
cultura tenía una sonrisa: que la tradición intelectual
del mundo entero era nuestra por derecho propio y que la literatura
mexicana era importante por ser literatura y no por ser mexicana.
Un día me levanté muy temprano (o quizás
llegué tarde de una parranda) y lo ví sentado a
las cinco de la mañana, trabajando en su mesa rodeado
de los olores renacientes del valle de Morelos. Parecía
un elfo irlandés, de esos que fabrican de noche los zapatos
mientras las familias duermen: parecía también
un gnomo germánico, de esos que guardan los tesoros de
los dioses en el fondo de los ríos profundos. Ahora escribía
en silencio, no sonreía: su mundo en cierta forma, terminò
un día luctuoso de febrero de 1913, aquí cerca,
en el Zócalo y a caballo. La sonrisa de Reyes tenía
ceniza en los labios y se llamaba el gran poema del exilio y
la distancia frente a México, su historia y su lenguaje:
la Ifigenia de Anáhuac, cruel:
Yo era otro, siendo el mismo:
Yo era el que quiere irse.
Volver es sollozar.
No estoy arrepentido del ancho mundo.
No soy yo quien vuelve.
Sino mis pies esclavos.
Alfonso Reyes: Homenaje
Nacional, México:
INBA, 1981, P. 35.
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